Recuerdo con exactitud el día que nos conocimos. Yo llegaba con 14 años a un nuevo colegio, luego de la expulsión de otra escuela. Pero este colegio estaba casi a 40 minutos de mi casa, lo que significaba largos viajes diarios para ir a estudiar. Cuando llegué a la puerta de mi nueva morada educacional el portón estaba cerrado, así que me quedé esperando afuera. De pronto veo a un joven flaco, alto, con bigotes de adolescente, melena de perro con lepra y una mochila de niño. Apenas lo vi, me dije a mi mismo: “Conozco a este weón”. Creo que Juancho pensó lo mismo, porque cuando me vio, hicimos casi al mismo tiempo el típico gesto de movimiento de cabeza al momento de saludar a alguien.
Luego que entramos al colegio nos dimos cuenta que seríamos compañeros de curso y desde ahí decidimos que nos sentaríamos juntos. Y así fue por largos años, porque a pesar de que después cambiaron las mesas y pusieron pupitres individuales, igual nos sentábamos juntos. Conversando aclaramos la duda de adónde nos conocíamos y la cosa es que el Narigón también iba en mi anterior colegio y también lo habían echado. Yo iba en el Octavo C y él en el Octavo A. Conocíamos a la misma gente y para más remate vivíamos casi a 2 minutos caminando.
Obviamente el Juancho no se llama así, ni tampoco se llama Juan. Su nombre es Cristián, pero a los dos días de clase El Ciclope (otro personaje de ese colegio) lo bautizó como Lagarto Juancho, debido a un innegable parecido al mono animado. Con el pasar de las semana quedó en Juancho, y con el pasar de los años derivó en muchos otros sobrenombres como: Narigón, Gran Quesote, Dr. Moko, Galgo, Narinas, Sensei de la Ñata, y muchos más. Pero Juancho fue su marca registrada.
¿Anécdotas con el Narigón? Millones. Me acuerdo cuando nos íbamos en la 352, que se iba por Pedro de Valdivia, la tomábamos porque nos gustaba irnos sentadito. Esa vez no sentamos en la última línea de asientos, es decir, aquella que se encuentra inmediatamente después de la puerta. Yo iba sentado en la ventana, Narigón siempre me dio ese asiento porque sabía que soy un poco maniático, y él al lado mío. Justo la micro estaba detenida y la puerta estaba abierta. Repentinamente pasan dos flaytes por abajo y uno se encarama a la puerta y tira un escupitajo directo a la cara del Juancho. El cuma vio que le había atinado y se bajó cagado de la risa, sin que nosotros pudiéramos hacer nada, ya que la micro había partido. Veo al Narigón y observo como tenía en su cara un asqueroso pollo verde. Juro por mi vida que era el escupo más grande que he visto en mi vida y el pobre Juancho lo había recibido de pleno en su rostro. Menos mal que no tenía la boca abierta. Por los mechones de su melena caía el pollo verde y bajaba por sus ojos y gran nariz. Mi reacción en vez de pasarle un pañuelo o algo para que se limpiara fue muy disímil, y me cagué de la risa. Tuve un ataque de carcajadas que no podía parar. Sacó hojas de un cuaderno y se empezó a limpiar. Yo no paraba de reír. Me prometió nunca contar el episodio. Lo siento amigo, pero han pasado 10 años y no podía seguir con esto atragantado. Y estoy seguro que fue lo mismo que pensó el flayte cuando te tiró el pollo.
Otro día sigo con más historias de Juancho, porque con este weón tenemos para escribir un libro.