Nada mejor que acompañar un carrete en Pirque con una buena dosis de alcohol. Siempre dicen que no hay nada mejor que dos para dos. Entonces compramos dos botellas de ron, dos bebidas de dos litros, dos vasos y dos bolsas de hielos para dos gargantas secas con ganas de pegar el par de dos. Lo único bueno es que teníamos que tomar un solo microbús y no dos.Pasados algunos minutos encontré a mi amigo y junto a dos señoritas más enfilamos rumbo a Puente. Todo iba bien hasta el momento. Incluso fui capaz de reponerme, en cierto grado, de la borrachera que sostuve durante toda la noche. Nos subimos arriba de la micro con ganas de dormir para regresar a casa con menos grados de alcohol en el cuerpo. Pero ahí ardió Troya.
Ante la primera negativa del sujeto el tono de mi voz subió y las palabras de cortesía se diluían en el aire. “Ya po’ párate po’ weón no seai’ así”, le dije. Y me respondió: “Sale pa’lla culiao’”. Al escuchar la última palabra que salió de la boca del desconocido el Puentealtino flayte que llevo dentro afloró más fuerte que nunca. Así que le dije cortésmente: “¿No te vay a parar sapo y la conchetumare’?”. “No po’ weón”, me dijo. Esa fue la antepenúltima imagen que recuerdo.
Porque la penúltima escena que rememoro es cuando le pegué cinco combos directos a su cara. Fueron golpes dirigidos hacía abajo, ya que el sujeto estaba sentado. Y la última imagen fue alrededor de cinco manos empuñadas dirigidas hacia mi noble cara. Después de eso, sólo sentía golpes que se esparcían por todo mi cuerpo. Lo que no tenía en cuenta era que el sujeto no venía con dos acompañantes tal como pensaba, sino que más bien era secundado casi por una decena de amigos. Lo primero que atiné fue a resguardarme en la puerta trasera del microbús para recibir golpes en un solo lado de mi humanidad. Además, a cada instante repetía: “De a uno po’ giles culiaos, de a uno”. Como era de imaginar mi desafío a pelear a la antigua fue ignorado por completo y seguía sumergido en el torbellino de golpes.
Lo peor de todo es que el microbús no se detenía nunca y nosotros seguíamos insertos en el cóctel de combos y patadas. Mientras seguía recibiendo ganchos y mi cabeza se azotaba contra la puerta, cubrí mi cara con mis brazos para menguar las consecuencias de la golpiza. Incluso tuve la oportunidad de lanzar patadas para tratar de alejar a mis agresores. Pero en una de esas patadas uno de los sujetos sacó mi zapatilla derecha del mi pie para tratar de robármela. Apenas sentí que mis calcetines estaban a la intemperie salí en persecución del ladrón de calzado. Lo seguí por el pasillo del microbús y llegué hasta su escondite, en este caso un asiento, y le arrebaté la zapatilla de sus manos. Cuando la tuve en mi poder la puse de inmediato en mi pie descalzo y traté de volver a mi querida puerta. No obstante, en el camino hacia mi guarida recibí el llamado “callejón oscuro” de los golpes.

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