“El grito, el grito, el grito”, pedía Marcelo cada vez que quería excitar a su infantil público. Todavía recuerdo cuando mamá me llevó a Cachureos. Jugaba con esos grandes y largos globos que regalaban en la entrada al programa, me sabía de memorias las canciones que cantaba “el cabezón”, lloraba con el malvado Tiburón y reía con el gracioso Sr. Lápiz. Pero todo tiene un fin. Ahora los niños cantan libidinosas canciones exportadas desde Puerto Rico, bailan al son de ritmos caribeños contorneando sus caderas, idolatran a jóvenes que muestran sus esbeltos cuerpos y ansían emular los cuerpos perfectos de las muchachas de la minifalda. Cuerpos perfectos que no sólo son el sueño de las niñas, ya que sin duda sus padres sueñan con tener esos cuerpos, pero tenerlos encimas o abajo de ellos. Eso es Mekano, el llamado recreo de la televisión chilena. Y al igual que Cachureos una experiencia que viví en cuerpo y alma, claro está que bajo otro prisma y una mirada mucho más profunda.
Mi nueva visita a un programa televisivo se dio en el marco de mi reportaje al público de televisión. Por eso decidí comenzar mi investigación viviendo empíricamente la sensación de estar en Mekano, de ser parte de su público, de estar tras las cámaras. Terminado mi almuerzo me instalé a ver el cotejo Villareal versus Manchester United por la Champions League, cuando de repente mi mirada se ve interrumpida por mi único cuaderno, mirada que a la larga fue la detonante reflexiva de mi proyecto reporteril. Entonces, sin preámbulo alguno contacté a algún personaje que me acompañara en la aventura y juntos emprendimos vuelo en busca del fenómeno juvenil. Chapita apañó y al bajar del microbús vimos una enorme fila de púberes niños que se retorcían bajo el sol, con el único fin de entrar a los estudios de Mega. Mi instinto me llevó a la cabeza de la fila donde vi una puerta de vidrio que decía: “empuje”, quise seguir el conducto regular e ingresé a la recepción del canal perteneciente al fascista Ricardo Claro. Planteé mi objetivo a las amables secretarias, pero sus delicadas palabras derrumbaron el horizonte a seguir. Al salir Chapita me dijo: “puta weon. Te dije que veníamos puro webiar. Yo sabía que no nos iban a dejar entrar”. A lo que respondí: “calmao´ weon. Igual vamos a entrar, sólo dame tiempo y un cigarro para pensar”. De mala forma y cabizbajo Chapita me pasó el cigarrillo. Después de dos sendas aspiradas, la ampolleta fue suministrada de electricidad. “Vamos guatón sígueme”, le dije a Chapita. Así que llegué al final de la fila y amistosamente entablé conversación con una pequeña Sub-15. La información proporcionada por la fans de Juan Pedro, tal como me lo confirmó su cintillo, no fue de la mejor y de hecho sus datos consumían más rápido que mi cigarro las aspiraciones por estar gritando al ritmo del reggeaton. Malas nubes se posaban sobre mis deseos por realizar un buen reportaje y para más remate me veía botando el humo de la última aspirada del cigarro que moría bajo mis pies.
Un fugaz catastro de la fila me daba por resultado que la amplia mayoría de sus componentes no sobrepasaban los 15 años de edad. Por eso, el ver a una mujer que rozaba la treintena una luz de esperanza iluminó mi andar. Chapita sumido en la derrota sólo se limitaba a observar como yo trataba de buscar la llave que nos permitiera abrir el cerrojo de Mekano. La chiquilla de las tres décadas se transformó en el objetivo a seguir e instintivamente me acerqué a ella. Acto seguido hablaba cordialmente con la mujer, mientras ella me miraba suspicazmente. Le expliqué mi problemática situación a lo que accedió sin reparo alguno. De hecho, el ojo de águila del narrador nunca falla, puesto que ella era una de las encargadas de llevar público al programa y después de un leve coqueteo me había ganado su simpatía. De esa manera, Chapita y yo nos mimetizaríamos con la masa enardecida de infantes que gritarían por sus ídolos juveniles. Al cabo de recabar jugosa información de nuestro boleto de entrada nos alistamos a camuflarnos en los nuevos groupies de siglo XXI. Cada uno se aseguró a un mocoso e inmediatamente entablamos lazos sanguíneos con los chicuelos, es decir, como por arte de magia nos transformamos en sus nuevos tíos. La ayuda proporcionada por la mujer nos cayó del cielo, y nos despedimos afectuosamente después de un intercambio de números telefónicos sazonado con la promesa de contactarnos nuevamente. Ahora había que sortear la valla impuesta por la seguridad del programa, pero nosotros sólo estábamos armados con un par de pendejos que actuarían como escudo y espada en nuestra odisea. Guardias vestidos de ternos nos miraron celosamente, pero de igual forma los dejamos en el camino. Cuando nuestros mocosos se nos perdieron me acerqué a Chapita y le dije: “¿Qué te dije guatón?. Yo sabía que íbamos a entrar a esta wea”. “Sí weon. Ahora a ver minitas ricas no más”, me respondió enfáticamente Chapita. “Guatón caliente”, pensé. Aunque el gordo no estaba muy alejado de la realidad.
-Continuará-
miércoles, 14 de septiembre de 2005
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